Los indios y los búfalos vuelven a reinar en las grandes praderas de EEUU


Contratapa de La República

En un movimiento migratorio de connotaciones épicas que se inició en la década de los 80, miles de hombres blancos abandonan sus granjas en un enorme territorio que abarca 5 estados, mientras paralelamente aumenta la población de sus originarios habitantes, los indios norteamericanos.

¿Justicia histórica? ¿Burla del destino? Lo cierto es que en la zona de las Grandes Llanuras de Estados Unidos, ese enorme territorio que incluye los estados de Dakota del Norte, Dakota del Sur, Montana, Nebraska y Kansas, hoy el paisaje ha vuelto a ser lo que era hace casi siglo y medio. Desde hace dos o tres lustros, para asombro de sociólogos y preocupación de políticos, el número de hombres blancos tiende a disminuir y su lugar pasa a ser ocupado lentamente por sus habitantes originales, los indios americanos. Completando el panorama, los legendarios búfalos, casi exterminados a fines del siglo XIX, vuelven a pasear su imponente estampa por las llanuras y sus manadas recuperan un territorio sobre el que reinaron por siglos.

Es un espectáculo abrumador: las granjas abandonadas y los ranchos cayéndose a pedazos en un inmenso océano de hierba muestran que las actuales generaciones de hombres blancos no quieren luchar más contra el viento y la tierra y prefieren el Mc Donalds a la vuelta de la esquina.

Más del 60 por ciento de los condados en las Grandes Llanuras han disminuido su población alrededor de un 20 por ciento en la última década. Un área de casi 900,000 millas cuadradas tiene tan poca población que entra dentro de lo que en el siglo 19 la Oficina de Censos de los Estados Unidos definía como “frontera”, es decir una tierra virgen con no más de  seis habitantes por milla cuadrada. Y un enorme territorio está aun más despoblado, determinando una situación que el gobierno alguna vez caracterizó como “territorio vacante”.

Y a medida que esta región era abandonada, comenzaron a volver los pastos y hierbas nativos, las flores salvajes y la fauna que alguna vez habitó estas tierras. Es un retorno de los hijos de la naturaleza a sus viejos dominios.

Sin embargo no es toda la población humana la que está emigrando. Hay un sector que por el contrario tiende a crecer, contradiciendo el movimiento general. Para esta gente es también, por derecho propio, una vuelta al hogar luego de un largo exilio: son los sioux, los cheyennes, los lakota, los acoma y otras treinta tribus más de nativos americanos, como se les llama en el lenguaje políticamente correcto. Aún son minoría y no llegan al 10% de la población en ninguno de esos estados, pero mientras los demás se retiran, ellos han crecido un 20% desde mediados de los años 80. Y no vuelven solos: vuelven con sus compañeros de destino, los búfalos.

Los indios tuvieron siempre su destino ligado al de estos animales que constituían la base de su economía pero además ocupaban un lugar central en su cultura: para ellos estas enormes bestias eran mucho más que carne, cuero y huesos. Se los respetaba y honraba y eran parte fundamental en los rituales tradicionales y religiosos .

Es por eso que el combate a la nación india durante los siglos 18 y 19 y su posterior derrota fueron paralelos a la del búfalo, de tal manera que la lucha del hombre blanco contra los nativos tuvo como principal estrategia la de exterminar a sus compañeros de ruta. La caza fue despiadada, a tal punto que en 1874 un escandalizado Congreso votó para detenerla por lo menos en los territorios bajo control federal. Sin embargo la ley fue vetada por el Presidente Ulisses S. Grant, cuyo ejército estaba perdiendo 25 soldados por cada indio asesinado, en la dura campaña del gobierno para encerrar estos hombres libres en reservas. Dos años más tarde, cuando el proyecto de ley fue discutido nuevamente, el Representante por Texas James Throckmorton señaló en la cámara sin pelos en la lengua que “mientras haya millones de búfalos en el oeste, los indios no podrán ser controlados, ni siquiera por el largo brazo del gobierno. Creo que sería un importante paso hacia la domesticación de los indios y el mantenimiento de la paz el que no existiera ni un solo búfalo”. Estuvo muy cerca de ver cumplido su deseo. Si en el 1800 el número de éstos animales se calculaba en 30 millones (“gigantescas nubes oscuras moviéndose a través de las colinas y las llanuras de América” cantaba un poeta), para 1889, apenas nueve décadas después, su número no llegaba a los mil, desperdigados en pequeños rebaños aislados.

Esta estrategia contra los primitivos pobladores del país dio resultado, y los pequeños grupos de indios sobrevivientes iniciaron un doloroso exilio interior de miseria y marginación que transformaron a las reservas en islas de abandono dentro de la opulencia norteamericana, con índices de pobreza y mortalidad similares a los de los países del tercer mundo. Sin embargo, a lo largo de éstos cien años, aún diezmados por las enfermedades y deprimidos por un sentimiento de derrota que se transmite de generación a generación, los indios americanos se negaron a abandonar sus tradiciones y diluirse en una sociedad que les hubiera dado un lugar en su seno a cambio de borrarles su identidad como pueblo.

Hoy la situación parece cambiar, y una vez más los búfalos aparecen a su lado compartiendo la suerte que les depara el destino. Por fin protegidos por la ley, se cuentan en un número superior a los 300.000, y sus manadas suelen estar bajo la responsabilidad de las tribus.

Dice una antigua leyenda india que cuando el creador hizo al búfalo le dio un gran poder. “Cuando comes su carne, ese poder entra en tí, sanando tu cuerpo y tu espíritu” afirmaba hace veinte años un anciano cheyenne. “Ahora tenemos la dieta más miserable. Tenemos alcoholismo. Tenemos diabetes. Cuando nuestra espiritualidad regrese, cuando veamos búfalos como los vieron nuestros abuelos, entonces estaremos prontos para nuestro regreso”. Esta profecía hoy parece estar convirtiéndose en realidad.