El ataque a Estados Unidos y el Nuevo Orden Internacional / Efectos del 11/9/2001


Han pasado ya unos días del ataque terrorista a Estados Unidos, y a medida que las cosas vuelven lentamente a tomar su rumbo las imágenes dantescas comienzan a dar paso a los análisis. Entre nosotros, entre los uruguayos, entre los conocidos y amigos de Maldonado, he escuchado en estos días los comentarios más diversos, que van desde la condena horrorizada hasta la tímida justificación por la conocida insensibilidad norteamericana a los sufrimientos que ocurren en el resto del mundo. Y en no poca gente he escuchado una casi (o sin casi) aprobación, justificada por los propios crímenes auspiciados o directamente perpetrados por EEUU, una larguísima lista que incluye la muerte de cientos de miles de niños en Irak, los bombardeos de Yugoslavia o el auspicio de golpes de estado (como si fuera una burla del destino, el ataque se realizó en el aniversario de otro bombardeo que causó casi 3000 víctimas a un gobierno democrático, el de Salvador Allende. La diferencia es que en aquel caso los terroristas estaban apoyados por Estados Unidos y tomaron el poder). Es que aunque en nuestro país ya no se escribe en las paredes, como hace treinta años, el famoso “Yanquis go home”, el sentimiento antinorteamericano aún es fuerte en el mundo, y el presidente Bush ha demostrado una llamativa habilidad para hacerlo crecer aún más en tan sólo 8 meses.

Sin embargo, y aunque comparto el rechazo a las políticas exteriores norteamericanas, no se pueden confundir los tantos. El terrorismo indiscriminado y el asesinato en masa no tienen absolutamente ninguna justificación. Aceptar un crimen horroroso como el que se perpetró el martes 11 es ponerse a la altura de quienes ven las masacres de hombres, mujeres y niños como meros “daños colaterales”, en la concreción de “nobles” objetivos. Apenas una consecuencia desagradable pero inevitable en la lucha justa de quienes al fin y al cabo tienen buenos motivos para actuar. En realidad, quien hace este razonamiento no tiene autoridad para criticar los crímenes que se cometen del otro lado, porque ambos hacen el mismo análisis: el fin justifica los medios, no importa cuan horroroso sea y no importa cuantas victimas entre la población civil caigan. Y en este tema, no puede haber posiciones ambiguas: los miles de muertos no eran soldados de ninguna guerra, el asesinato de inocentes no es un “daño colateral”, es asesinato de inocentes.

Pero tampoco se le puede sacar a la administración Bush la terrible responsabilidad que tiene encima. Apenas asumió el poder abandonó su papel de mediador en el conflicto árabe-israelí, retomando las viejas políticas de apoyo a Israel, transfiriéndole cientos de millones de dólares y permitiendo las políticas genocidas de Sharon contra un pueblo al que se atormenta, se mata, se tortura y se le lleva a la desesperación. Más allá de su cara de malo y sus amenazas mediáticas -amenazas que aterrorizan no a los árabes sinó al mundo entero-, en el fondo de su alma Bush debe de estar arrepentido de no haber continuado los esfuerzos de Clinton por solucionar el conflicto en Medio Oriente. Hubiera sido mucho más barato -y no me refiero precisamente a dinero- que enterrar diez o veinte mil personas y reconstruir media Nueva York. Y no sólo Bush sinó todos los norteamericanos deben haber aprendido una amarga lección que puede ser provechosa para el resto del mundo: la famosa globalización llega también a los conflictos y la desaparición de las fronteras hace que la guerra y el dolor en cualquier parte del mundo tengan consecuencias para todos, incluyendo los países ricos y poderosos. A partir de hoy, quienes dirigen la política exterior tendrán que agregar a sus cálculos un nuevo elemento, y es el del peligro que conlleva a sus propios pueblos el alentar o permitir situaciones explosivas en otras partes del mundo. Los crímenes contra la humanidad -como es sin duda el que se está perpetrando contra el pueblo palestino- producen dolor y explosivas situaciones cuyos efectos son incontrolables y pueden, lo vimos el martes, llegar a cualquiera en cualquier lugar, como un eco gigantesco de impredecibles consecuencias. El martes, más de un norteamericano se dió cuenta de que ya no se puede hacer política internacional con una calculadora en la mano, sentado en una cómoda poltrona en Wall Street, haciendo números a costa del sufrimiento ajeno en el otro lado del mundo.

Vientos de Guerra

Ahora Bush amenaza con la guerra. Hay que reconocer que asusta a todos, a los árabes en general, a sus aliados europeos, al mundo entero. ¿Pero guerra contra quién? Si el culpable es Bin Laden, ¿soluciona el problema bombardeando Afganistán? Los tradicionales aliados europeos de Estados Unidos le prometen apoyo pero a la vez le piden prudencia. El problema es que Bush ya venía apoyándose en los sectores más duros de su entorno, dejando de lado a su Secretario de Estado Colin Powel, quien para sorpresa de muchos demostró ser un prudente diplomático. El presidente no ha seguido los consejos de Powel sinó de gente como la asesora Condoleezza Rice, una halcona más cercana al presidente y sobre todo mucho más influyente a la hora de marcar las líneas de política exterior. Este entorno de halcones ha llevado a la nueva administración a inclinarse notoriamente a posiciones conservadoras y a elevar hasta el cielo su impopularidad en el extranjero. Ahora, lógicamente, la temperatura política obliga a todos a alinearse detrás del discurso belicista de su jefe. Y el mundo está en una tensa espera, esperando el contragolpe anunciado.

La mesa está tendida para una fiesta infernal. Si los aliados y las propias voces de los norteamericanos más prudentes -en este momento casi inaudibles- no logran conjurar los peligros de la ola vengativa, el mundo puede conocer horas más oscuras aún. Porque quien se crea que lo del martes 11 es lo peor que pudo suceder, es un ingenuo. Hay aún peores escenarios posibles, que de sólo imaginarlos ponen la piel de gallina a cualquiera.

La esperanza –que alguien dijo que es lo último que se pierde- es que el terrible ataque saque no lo peor sino lo mejor del pueblo norteamericano. Que produzca una profunda reflexión en ese país y en los países desarrollados acerca de las consecuencias globales de la guerra, del hambre y la pobreza, de la injusticia en cualquier rincón de nuestro mundo. Claro que es necesario que los culpables sean castigados, pero eso, en realidad, no solucionará nada. El principal homenaje que se le puede hacer a las miles de víctimas es que esta tragedia tenga como consecuencia el principio en el cambio en las relaciones internacionales, para comenzar la construcción de una sociedad globalizada en el bienestar económico, los derechos humanos y la justicia.