Odisea 2001 PC – Uno y la computadora


Contratapa de La República

Pocos objetos inanimados en este mundo parecen tener esa propensión al capricho que tienen las computadoras. Quien más quien menos todos intentamos adaptarnos a este aparatito y las maravillas que trae consigo, pero nadie puede dejar de reconocer que también nos exige armarnos de paciencia para soportar sus desplantes, antojos y hasta insolencias. Uno, que ya no tiene veinte años, añora los tiempos de antes, cuando la situación era mucho más sencilla. Si el televisor no funcionaba, uno podía dar vueltas aquella ruedita que tenía para sintonizar mejor, o tocar alguno de los botones que había atrás del aparato, o incluso golpearla en el costado, que todo el mundo sabía era una estrategia con altos porcentajes de éxito. Si aún así se negaba a funcionar, simplemente se llevaba el aparato al técnico y asunto arreglado.

La computadora no es así.

Con ella uno cree que puede solucionar los problemas con lógica, y si hay precisamente algo que no tiene lógica, es una computadora. A todo usuario le llega el momento en que inevitablemente se chocará con esta realidad. Puede ser al instalar un juego para su hijo (que espera con ansiedad al lado), puede ser al aumentar la resolución de la pantalla o puede ser porque sí y se acabó. Un día comienzan a pasar cosas raras: los programas se contagian de la conflictividad laboral y se cierran solos, las carpetas cambian su dirección sin dejar la nueva, y todo parece enfilar a una demostración práctica de la teoría del caos. Aparecen tenebrosas pantallas azules o cartelitos con palabras que suenan muy mal (“failure”, “could not initialize”), que pronto pasan directamente a las amenazas (“warning”), y se llega hasta el sabotaje medioambiental con los enigmáticos volcados de pila (¿pila? ¿cuál pila?).

En realidad, al principio uno no se asusta demasiado. Uno es inconsciente. Uno, con el paso de los años, ha ido adquiriendo una serie de conocimientos -confusos pero conocimientos al fin-, por lo cual cree que toqueteando dos o tres cositas todo se va a arreglar (uno ya ha borrado algún disco duro o los archivos fundamentales del sistema alguna vez ¡pero eso fue hace muchísimo tiempo!). Y aquí comienza uno, cual Ulises moderno, una travesía que ni Homero hubiera imaginado tan larga y cruel. Ahorrémonos piadosamente los detalles sórdidos del viaje. Al final de la primera etapa, no sólo se ha desconfigurado parte del sistema -con lo cual  los problemas del jueguito del hijo han dado paso a la pérdida potencial de los archivos del trabajo de papá- sinó que nada se ve como antes. Se ve peor, mucho peor. Uno ya perdió, además, en forma lastimosa, el respeto por sí mismo. Uno ya no está seguro de nada (¿será un virus? ¿será la tarjeta de video? ¿será culpa mía? ¿porqué habré perdido todos los disketes con los drivers?) y entonces, cuando la desesperación ganó su batalla, viene la segunda etapa. Ésta comienza cuando se reconoce que en realidad uno no tiene ni idea, y llegó la hora de llamar al Amigo. Por suerte tenemos un Amigo.¡Pobres de aquellos que no tengan uno! Porque uno no puede llevar al service (¿qué service?) a la computadora por cada cartelito raro o programa que funcione mal. Entonces uno llama al Amigo. El Amigo viene el día que quiere y a la hora que quiere, que para eso es un bohemio y encima no nos cobra nada. El Amigo entiende de primera qué es lo que está mal (las culpas de todos los problemas de software se reparten inevitablemente entre uno y Bill Gates). Se pasa toda la noche tecleando frenéticamente, revisa impúdicamente todo lo que uno tiene en el disco duro, traga pizza con coca cola y chatea durante varias horas con 6 tipos a la vez, desde un cyberamigo de Singapur hasta la novia que vive a la vuelta de su casa pero a la que vé físicamente un par de veces al mes. El Amigo finalmente soluciona parte del problema a las 5.30 de la mañana, deja a cambio algo que estaba perfectamente bien sin funcionar (esto es tan ineludible que parece escrito por Sófocles), instala programas que a uno no le interesan y sabe que nunca va a utilizar y se va a casa de otro usuario con problemas.

Y cuando finalmente uno se acuesta con alivio a dormir las dos horas escasas antes de comenzar la siguiente jornada, queda en el aire un vaga sensación que uno intenta espantar como si fuera un molesto mosquito. Y es que ése es el preciso momento en que uno se da cuenta que esta situación ya la ha vivido, que se repite con cierta frecuencia, y lo peor de todo, que es inevitable. Más tarde o más temprano, uno volverá a recorrer paso a paso el mismo camino, creyendo ingenuamente que ahora sí logrará evitar ese aciago destino. Pero ya lo dijo Borges; “el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer”. Y como a las 5.40 de la madrugada uno no está para tirar las moneditas del I Ching, se mete en la bendita cama y cierra los ojos pensando en la siesta del mediodía siguiente. Al otro día uno tendrá suficientes excusas para no reflexionar sobre el tema: las deudas en dólares, los chistes de Batlle, la aftosa, la selección nacional, el Cofis.

Pero en la habitación de al lado, en la quietud de su reposo, a pesar de la engañosa negrura del monitor, aunque sea imposible de percibir, en lo más profundo de su motherboard  la computadora ha recomenzado el ciclo.